Thursday, April 20, 2017

Published April 20, 2017 by

EL SÍNDROME DEL CLOSET – IN MEMORIAM ALBERTO MONTALVA (+ OCTUBRE 2001)

Alberto Montalva (Foto: Brian Quinby) 

Ocurrió hace 17 años y la memoria puede fallarme, pero creo que fui yo quien eligió “Baal” de Bertolt Brecht, puesta en escena por Teatro del Sol, como programa para esta tarde de noviembre de 1984 con un par de amigos de la Católica.  Ya un año antes, cuando empezaba a procesar mi identidad homosexual, había visto “El Beso de la Mujer Araña” con los “del Sol”.

            Al terminar la obra, sentí una enorme ansiedad por la inminente caminata al Wony -- desaparecido huarique de la calle Belén-- y los consabidos comentarios sobre nuestra reciente experiencia teatral, llena de alusiones a relaciones homosexuales entre los personajes.  De cualquier manera, mis amigos se las arreglaron para despedirse inopinadamente de quienes nos habíamos quedado después de la función a saludar tras bambalinas.

            A la distancia, pienso ahora que Sandro y Joce sabían que estaba tratando de encontrarme conmigo mismo y me dejaron a mi aire.  Aunque tal encuentro no tendría lugar esa noche, sí ocurrió otro que lo presagió: conocí al actor Alberto (Beto) Montalva.

            Entre un grupo de gente que conocía de vista, fui invitado a tomar un trago a casa de alguien, cosa que acepté encantado.  Fue la primera vez que tuve la oportunidad de compartir con un grupo de personas que eran abiertamente homosexuales, y que llevaban existencias alegres, creativas, generosas.  Ese encuentro me dio la respuesta que había buscado infructuosamente hasta ese momento: sí podía permitirme ser quien era, y a la vez llevar una vida positiva.

            Con frecuencia oigo decir (a viva voz o en los medios de comunicación) que la gente de teatro y los artistas en general son todos homosexuales; estoy harto de esas injustas e inútiles etiquetas, que aparecen en boca de quienes quieren colocar la homosexualidad más allá de la frontera de sus “respetables” territorios.  Pero si bien los homosexuales estamos en todas partes, no es menos cierto que, muy temprano en la vida y por temor a ser identificados con una condición socialmente indeseable, hombres y mujeres homosexuales aprendemos a mentir, a actuar.

            Ser indígena, mujer, pobre y homosexual son, en el Perú, condiciones desgraciadas.  Pero mientras la discriminación asociada al origen racial o el sexo sólo puede evadirse aislándonos del mundo, con un poco de talento y los que los gringos llaman make up es posible sobrevivir socialmente con las otras dos “maldiciones”.  Yo lo hice así durante los primeros 20 años de mi vida, porque estaba convencido de que no llegaría muy lejos sin ese conveniente encubrimiento.  El problema no es, sin embargo, qué tan lejos llegue uno, sino dónde termina.

            De modo que “mentir” es un talento que los homosexuales desarrollamos por instinto de supervivencia.  Aunque naturalmente somos buenos haciéndolo, obviamente no somos los únicos: cuando “salí del closet”, es decir, cuando revelé a mi familia y amigos que era homosexual, lo que estaba haciendo era develar una verdad que todos conocíamos de antemano.  En mi caso, todos hemos mentido.  La diferencia es, quizá, que yo sabía por qué lo hacía.  Como un niño, mentía para evitar el castigo (es decir, el aislamiento).  Pero, ¿por qué mienten los otros?  ¿Qué temen ellos?

            En el mejor de los casos, quienes se niegan a aceptar la homosexualidad de otros a su alrededor lo hacen por temor a que éstos sacrifiquen su felicidad.  La homosexualidad ha sido con frecuencia retratada como una de las condiciones más viciosas e infelices a que está expuesto el ser humano.  Siendo así, no son de culpar amigos y parientes que buscan ahorrarle a uno este “pozo de desdicha”.

            Pero no debemos conceder a todos tan generosa dispensa.  Hay quienes están sinceramente interesados en que todos los homosexuales nos pudramos en el infierno, cuanto antes, mejor.  Ellos insisten en que debemos ser curados, encerrados, acallados, excluidos.  Quien no quiera enfrentárseles deberá vivir una mentira.

            El desarrollo de una expresión sublimada del propio yo puede haber sido el inicio de una carrera artística para muchos homosexuales, probablemente incluyendo a Beto.  Cuando lo conocí, sin embargo, lo que más me impresionó fue su capacidad de ser honesto consigo mismo y con los demás.  Si alguna vez había vivido una mentira, hacía tiempo que la había relegado a las tablas, para fortuna de quienes disfrutamos del buen teatro.

            Aunque descolló en el intento, Beto no fue el primero en llevar al arte la temática homosexual desde una perspectiva cuestionadora de los mitos y prejuicios que caracterizan a la sociedad peruana.  Se resistió, sin embargo, a ser encasillado como un actor panfletario.  Lo que lo caracterizaba, más bien, era la fuerza y sinceridad con que asumía su condición íntegra de homosexual, actor y hombre público, ganándose el respeto de los demás y animando a otros --como hizo conmigo-- a tomar el mismo camino.

            Ser el más joven entre los nueve fundadores del Movimiento Homosexual de Lima (MHOL) del cual Beto fue primer presidente, y trabajar después con él en el Querelle (el pequeño bar gay que abrió en Larco), me permitieron ciertamente una continua intimidad con este hombre durante años.  Recuerdo especialmente una anécdota del bar: era el verano de 1987, y habíamos organizado un concurso de afiches alusivos a la prevención del SIDA.  El mejor afiche ganaría un premio económico al cual contribuían los clientes en una alcancía situada al lado del eterno plato con condones sobre la barra.

            Cuando faltaban dos semanas para la premiación, hubo una “batida” en el bar.  A pesar de contar con todas las licencias, el jefe del operativo insistió prepotentemente en llevarse detenidas a varias personas vestidas “de manera escandalosa”, y cogió el plato con condones como “prueba” de que estábamos “promoviendo el sexo”.

            Beto montó en furia.  Subimos al auto y fuimos a la comisaría que queda entre Petit Thouars y Paseo de la República, a la altura de Angamos, exigiendo hablar con el comandante.  Éste nos recibió serísimo, y Beto se le fue encima defendiendo la idea de nuestro concurso y la campaña, y le dijo que no tenía derecho a detener a personas documentadas que quieren tomarse un trago y divertirse en un local con licencia vigente.

            “Estamos dispuestos a colaborar con la policía”, dijo Beto, “pero no vamos a permitir que se maltrate a nuestros clientes por el solo hecho de ser homosexuales.  Yo soy homosexual, la gente que trabaja conmigo también lo es, y no tenemos ningún problema en reconocerlo.  Pero otros sí temen verse expuestos, y muchas veces la policía se aprovecha de esta situación para extorsionarlos.  Eso no va a ocurrir en mi bar”.  El comandante pidió disculpas, soltaron a los dos únicos clientes que no se habían quedado por el camino tras darle una “propina” a los uniformados, y santas pascuas.  Nunca más tuvimos problemas con ellos.

            Así era Beto: brillante, osado, tenaz.  Aunque lo tengo presente siempre, la persistencia de una visión negativa de la homosexualidad en los medios de comunicación que equipara su expresión con el escándalo, nos hace extrañar la frescura de Beto. Además de las recientes “denuncias” sobre la homosexualidad de artistas y otros personajes (como si ser homosexual fuera un delito), en estos días me lo trae a la memoria también otro aniversario del MHOL que ambos ayudamos a fundar, y el décimo aniversario de su muerte.

            No nos engañemos.  Hombres y mujeres homosexuales estamos en todas partes: en el mundo del espectáculo, en los partidos políticos, en las organizaciones  barriales, en las Fuerzas Armadas, en los medios de comunicación, en la Iglesia, en los equipos profesionales de fútbol, en las cárceles y también en el Congreso.  Como dice un viejo refrán limeño: “En toda familia hay un hijo maricón y una tía chuchumeca”.

            Sin embargo, pese a ser tantos, somos invisibles porque nadie dice: “Esta boca es mía”.  Y así le negamos a nuestra comunidad, a nuestros hermanos y hermanas homosexuales la respetabilidad y “normalidad” de que disfrutamos al fingirnos heterosexuales.  Pero la perdemos para nosotros, también.

            No quiero ser injusto con nadie, y tampoco me hago ilusiones.  Cada quien tiene sus motivos para permanecer en el closet.  Yo les digo: “El closet no los protege”.  Digo más: “El closet los expone a mayores riesgos”.  Hay más posibilidades de salir airoso e incluso fortalecido de una auto-revelación dolorosa, pero sincera, que cuando lo “sacan” a uno del closet a la fuerza.  Vivir con miedo es vivir a medias.

            Cuando niño, me dejaba perplejo el cuento del rey que, enfermo de nostalgia, esperaba curarse al ponerse la camisa del hombre feliz.  Sus emisarios, al descubrir que el hombre feliz no tenía camisa, volvían compungidos a palacio.  Sin embargo, no se me hubiese ocurrido entonces --como sí se me ocurrió después de conocer a Beto-- que el hombre feliz no tuviera camisa porque, quizá, no tenía un closet donde ponerla.

 Noviembre de 2001
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